sábado, 25 de agosto de 2018

Memoria de un hombre antiguo (I)

Escribo sobre un hombre antiguo, viejo, un anciano de 93 años, muy lejos del principio, muy próximo del final. Amadeo, tiene una especial y enigmática relación con la muerte: no la siente como algo íntimo, ni como una realidad absoluta o como lo irreversible, el gesto más aterradoramente irreversible en la vida de una persona. Ni indiferencia, ni la fascinación tan propia de los productos de su tiempo. Cree que hay alguna especie de continuidad en todo esto, un cambio de nivel, de etapa, una prolongación inaccesible de la vida en otro lugar, remoto o cercano, en cualquier caso, invisible e imperceptible; no tendría sentido lo contrario. Lo dice con total desprecio por el dogma bíblico, con cierta admiración por la fe individual. Espera reencontrarse algún día, y de algún modo, con su mujer Antonia, mi abuela, un muerto. 

- Yo conocí a la Antonia de muy joven, justo cuando llegué a Barcelona; venía de Orihuela con mi madre. Por la guerra. La república nos robó todas las gallinas que nos daban huevos para comer, y los pocos animales que nos quedaban, y que ofrecían algo de leche y de carne, también se los llevaron; matándonos de hambre. Venían los de las milicias a por mis hermanos mayores, pero ya se habían ido. Mi padre había muerto antes de la guerra, murió de pena, por la ruina de un negocio, la pérdida de unas tierras y una plantación prometedora, abedules o ... bueno, no sé,  pero eso es otra historia. Yo tenía que comer los higos caídos de los árboles, aplastados, sucios y abiertos, las escasas moras rojas y azules de los arbustos que rodeaban el pueblo, o los frutos del peral del vecino, una fruta picada y reblandecida, devorada por bichos y pobres. Todos los días igual, cualquier cosa que encontráramos por el suelo la hacíamos comestible, mirábamos entre las rocas del río y de la antigua muralla, por las cunetas, los caminos que conducían al cementerio y al ruinoso campanario, me comía hasta las raíces enterradas bajo tierra, sólo quedaban los huesos de las bestias, arenosos y quebrados, en los muladares. Andábamos por las calles del pueblo mirando las basuras, preguntábamos en las tiendas, pero mi madre no consiguió nunca nada, algún residuo. Nos fuimos cuando terminó la guerra. La posguerra fue peor que la guerra. Íbamos a casa de mi hermano, en el piso de la calle Cerdenya. Su mujer era la hermana de la Antonia y ejercían de costureras en el taller que habían montado en el piso. La conocía de vista, la veía pasar cada mañana por delante del mostrador de la joyería donde trabajaba. Empecé muy pequeño, tenía 11 años.  

Las fechas no cuadran, son tremendamente inexactas y confusas; la memoria es algo de una extrema fragilidad e importancia. Amadeo tenía 14 años cuando empezó a trabajar en la joyería. Se enamoró de mi abuela Antonia poco antes de cumplir los 15, cuando los presentaron formalmente; eran familia política. Al año y poco, mi abuelo ya trabajaba con su hermano cosiendo bléiseres y pantalones en el piso, con las otras mujeres, ellos, por la fuerza de las cosas, mandaban y controlaban el taller doméstico. Estuvieron así hasta que Amadeo, con 22 años, tuvo que realizar el servicio militar, la quinta del 47, decían. Tres años en el cuartel del Bruch, compartiendo la bandeja de hojalata con tres reclutas durante frenéticas y agobiantes comidas. Poco alimento, algo de beber, y un tiempo algo más generoso pero encorsetado en exceso. Durmiendo en unas inestables literas triples, y dejándose querer por las señoritas de secretaría, mimosas, dulces, simples, leves, livianas mujeres.  

-Iba a patinar, por ahí, más arriba del cuartel, donde San Juan de Dios, tocando la montaña. Le dije a la Antonia que viniera, pero siempre fui solo. Me pasé horas sobre ruedas (...) No, no, nunca le envié cartas, ni de amor, ni de nada. ¿por qué?, pues porque no hacía falta; dormía cada noche en casa; estaba cerca de la suya, casi éramos vecinos, y nos veíamos mucho.

Todavía no estaban juntos. Mi abuela, en esos años, tuvo una relación con un vendedor algo pendenciero, y borracho, sobre todo borracho, con el que tuvo una hija, rubita y guapísima, el conocido arquetipo de joven hermosa dispuesta a triunfar y ser artista en la España franquista boba y tamborilera, de concursos musicales radiofónicos y certámenes de belleza provincianos. No creo ni que lo intentara, pero daba el físico y la moral familiar.

- Era un borracho, y no sé mucho más, o no quiero recordarlo bien. Sé que al final lo dejó, porque no podía vivir con él, se iba y nunca volvía, en una de estas ausencias, la Antonia se llevó a la niña, la Toñi, y no lo volvieron a ver. Debería estar muy borracho. A mí, en el cuartel, me querían casar con la hija del general. Tenía mujeres a montones, salían de las piedras, el general insistió, pero al final no me junté con ninguna de ellas. Con 25 años terminé la mili, y volví a mi oficio de costurero, pero esta vez solo, sin mi hermano, se marchó. Me quedé a cargo del taller, trabajando con ocho mujeres, cosiendo día y noche, más de cuarenta piezas diarias. Vendíamos muchísimo; el bléiser era la moda, toda la gente lo llevaba, además pantalones... hasta cosíamos trajes para maricones. Había un maricón muy simpático y gracioso, nos reíamos mucho, y también cosíamos cosas especiales para ellos y sus fiestas.

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