Las plantas, de un verde hipnótico y un violeta arrebatador, golpean insistentemente la ventana, ¿estarán avisando? Hace un viento inusual, no es violento, ni hostil, no prepara la espera, no anticipa nada. Los tímidos rayos de sol atraviesan con dificultad el incierto gris oscuro de las nubes, el cielo parece cargado y tupido, una densidad acumulativa. La pequeña calle, apagada, pertenece a un barrio tranquilo de clase media y trabajadora. Hoy, de un color opaco, con un silencio inquietante, casi se oye el zumbido y la vibración de los cables de la luz eléctrica y el aleteo de las palomas contaminadas colgadas en ellos, y su picoteo para acicalarse las sucias plumas; exagero, pero hay demasiado silencio, la acera vacía, los coches ausentes, las persianas bajadas, no hay nadie, nada. Escribo. Fumo. Miro por la ventana mientras tomo el café. Es la primera hora de la tarde, de todas las demás. Es muy agradable. Al rato y a lo lejos empieza un murmullo incesante, un revoloteo de insectos en plaga, pide romper la armoniosa continuidad del día y las horas, es intermitente pero progresivo, el volumen sube cada vez más, callados, de golpe gritan: "¡Maricón, al maricón, al maricón!"... No me doy totalmente por aludido... Siguen..."¡No va borracho, no, borracho no!". Es extrañísimo. Incomprensible. Me asomo, sorprendido por la grosería estoy irritado, airado, no me dejan seguir concentrado y relajado. Son unos muchachos desolados. Es incómodo, van dando tumbos: la voz bronca, retorcida, acartonada, seca, indica una agresividad reprimida, una incapacidad notable para el lenguaje, una especie de afrenta al vacío y a todos, un aire de provocación, de disputa; irascibles, ¿andarán buscando bronca? El maricón ocasional, y exquisitamente selectivo, les mira enojado, firme, están entrando en la calle, ¡en su calle! Es corta, delgada, disponible, casi virgen en estos asuntos. Me ven. Gritan otra vez: "Ser patriota, no es un delito, ser patriota, no es ningún delito" Empiezo a entender. Son tres, no, espera, cuatro encapuchados, todos van de intocable negro, una oscuridad desafiante. Dos, llevan pasamontañas y capucha, el tercero, pegado a la pared, es un bulto gordo sin cabeza, el cuarto va con una gran bufanda y unas gafas de sol grandes, parece una de esas moscas de ojos rojos en rejilla y culo marrón transparente que vuelan borrachas hacia la mierda y se friegan las finas patas con ella, degustándola. No paran de gritar sus estupideces, sus ordinarieces patrióticas, emiten gruñidos oscos como bestias, no parecen estar furiosos, sólo festivos, al modo de la festividad que ritualiza y sacraliza la agresión. Son groseros, casi obscenos. Son nacionalistas, esos perros. No veo banderas, pero hay algo, un canturreo, de "Español, español, español". Saben que hay alguien asomado, saca la cabeza entre las petunias. Le miran, se ríen, uno de esos imbéciles aplaude descordinadamente, al modo y ritmo retrasado, casi se van, giran la calle, cuando... Lo pienso. Dudo. Pero. Ni de coña, eso no va a quedar así. Estando en el piso, ellos no pueden partirme la cara. Es el momento absurdo. Soy yo, a pecho, gritando: "¡sinvergüenzas!, ¡analfabetos!, ¡imbéciles!, ¡mamarrachos!". Se giran, vuelven a entrar en la calle, sólo dos, uno flaco y la mosca. Ya estoy en el barro. Soy uno de esos cerdos. Chapotean, gimen, tonos agudos, estrepitosos, gorrinos hediondos disfrutando del festín. Me doy cuenta. Soy su alimento. Uno, con su dedo, acaricia su cuello simbolizando mi decapitación. ¡Vaya! Le mando besitos, y enfurece todavía más. ¿Qué estoy haciendo? Yo no soy carnaza de nadie. Me retiro como una vieja tras el cuchicheo. Al rato, sorprendentemente corto, se van. Oigo a lo lejos: "Español, español... no hay nada malo... patriota... ea, ea, ea...". Ha sido breve. No es para tanto. Ellos seguro que están espléndidos, orgullosos, han salido más altos y más guapos del griterío. Me avergüenzo de mi mismo, de mi mortalidad e insignificancia, soy algo pequeño, ridículo, ante la inmensidad del mundo y su indiscriminada malversación. Todavía más achicado si se piensa en el sentido moral de la criatura humana. Hoy, sí, hoy y otros tantos, días perdidos, han quedado una ética y una estética espachurradas. Me gustaría ser Ley y castigo por un día, su limpia, límpida, contundente, impoluta, anónima, total, pedagógica represión... ¿Pero qué digo?... Nada.
¿Cómo puede ser que en un acto para intentar evitar la absoluta impunidad e indiferencia del mal, su omnímoda libertad, su irracional omnipotencia sin contrapartida, sea yo el pasto, el alimento, la carroña? ¿Cómo puedo ser yo el embrutecido? Entiendo. Hay que estar limpio previamente para embrutecerse. Bien está. Curioso animalito sucio y apestoso el nacionalista. A partir de ahora llamaré uno por uno a mis amigos, o amiguitos, nacionalistas (catalanes) para que vengan a ver la escoria que han desatado, que se encaren ellos, entusiastas, simpáticos y enfermos, ante sus enemigos, sus dobles, su reflejo más crudo y descarnado, y no yo: contra todo, contra todos.
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