jueves, 25 de mayo de 2017

El legítimo derecho al fracaso

Una prolongación de lo de ayer...

Juan Benet reivindicó ya desde finales de los años setenta que en la nueva constitución española, que iba a regir los asuntos políticos y sociales de un país que salía de las sombras, se incluyera el legítimo derecho al fracaso. Un artículo complejo, evidentemente, para todos los ciudadanos; pero imprescindible para aquellos hombres que Manolo Marinero denominaba fronterizos, un frontera. Ser un frontera significa estar en el límite, vivir en el límite, ser de una manera que con frecuencia conduce inexorablemente al límite, pero que no hay que confundir con la virilidad y su fuerza performativa, ni con la valentía temeraria del héroe, ni la misantropía y aislamiento del arrogante académico, o con cualquier otra construcción ficcional de lo épico y antisocial. Por convicción racional, irremediable carácter, por necesidad, instinto, una situación desesperada, o cualquier azar que fuerce la vida a inclinarse obligatoriamente hacia una dirección inesperada e incierta, los frontera hacen una defensa a ultranza de derechos íntimos, de principios personales, y de su autonomía. De lo que han hecho con la vida tal y como les fue entregada, socialmente desechada, con sus penetrantes surcos psicológicos, con las brechas por donde respira el desaliento; ya que todo eso es lo que les conduce al límite, al conocimiento, de sus vidas y de su corazón. Dueños de su desdicha, de su digestión y su hambre, de su insomnio y de sus noches, de sus ilusiones y de su felicidad, no piden caridad, ni ningún tipo de privilegio, sólo que les liberen de la vergüenza y la culpa de su fracaso, esa culpa universal y sumarísima impuesta por la mirada y el juicio religioso de la sociedad, y quizá, liberarse de sus vanos pero valerosos intentos de creación y acción por vías muertas y desangeladas. Solos, ante la sociedad endurecida y masificada, emprenden una original y singular experiencia de vida, y de obra, que no pasa por los caminos trillados de los insípidos, ruidosos, vacuos y estofados ciudadanos comunes, cuyas disfunciones y desajustes en las costumbres y la conciencia, por no hablar de las prejuiciosas opiniones convencionales, deberían convertirse en el alimento para los cerdos del vertedero de la historia. Los frontera aprenden, en definitiva, a habitar la soledad mientras todo cambia y se desordena ahí fuera.

 Benet, cascarrabias satisfecho, se quejaba de la insólita desproporción que existía en España entre la más que aceptación social del éxito del triunfador y el ostracismo del fracaso, la pena eterna y silenciosa a la que se condena al perdedor, cual exiliado de su árida tierra. Mientras que los llamados hombres de éxito, esforzados y sufridores estafadores, reciben el apoyo de una multitud arribista y poco dada a sutilezas que queden al margen de lo pecuniario o los fuegos pirotécnicos de lo social, y son sustentados y aupados por la Fe constitutiva del Estado y el Capital que ofrecen su inquebrantable salvaguarda, gracia y subvención; los fracasados, sometidos además a la oscuridad y la losa de sus propias ruinas, deben resistir el estigma del hombre marcado por la fatalidad, sucesivo a la previa ausencia de auxilio, de ayuda, protección, o siquiera, de comprensión, de ninguna de esas sórdidas entidades políticas y económicas. La reconstrucción desde los escombros de un corazón troceado por la realidad, y su adherida niebla y marea baja, no es un asunto sencillo ni gratuito: los hombres emprenden sus obras y pretenden iniciar algo nuevo en el mundo, con la esperanza de que su palabra y su acción cristalicen y aniden en un espacio y un tiempo recién inaugurado de relaciones perdurables de reconocimiento que hagan del mundo un lugar habitable y espontáneo, de lazos insólitos y genuinos que se comprometan y ajusten a la realidad, con la palabra, con los otros, y que protejan (al introducir la diferencia) de la repetición insaciable de la catástrofe histórica y las reiteradas e idénticas formas del barbarismo político. Tristemente, parece que el fracaso consustancial a toda acción y obra del hombre, que pretende brillar y resplandecer durante su ejecución como algo único e irremplazable, que nos hace iguales precisamente porque nadie gana o pierde nada, bajo condiciones capitalistas sólo se entiende como un burdo juego de suma cero: si se gana, lo ganas todo, ganas en exceso, sobrante, y sin la antigua y solicitada piedad del vencedor; pero si pierdes, lo pierdes todo y se impone el sello de la fatalidad como destino. Humillado, derrotado, vencido, se paga un precio demasiado alto, inasumible, por intentar algo nuevo y salirse del redil que marque el estado de cosas dominante. La desprotección, la precariedad, la íntegra desnudez, el absoluto desamparo y el olvido por el que se mueve el débil fracasado en un mundo de sombras, eran exactamente lo que el  irónico artículo constitucional de Benet pretendía resolver con una hipérbole a fuerza de ley. El resultado del proyecto irónico, y no hace falta precisamente ser un lince, a la vista está.

 

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