martes, 20 de diciembre de 2016

¡Oh, dulce y sabroso veneno!

(David Levine)

Todos los jóvenes, ahora sólo escribo para nosotros, que no son todos, hemos perdido algo valioso en el conflicto generacional; siempre recluido en el hermético ámbito de la privacidad y el secretismo de la intimidad. La firme voluntad de desenmascaramiento del joven con espíritu, inteligencia y moralidad, puede confundirse con la arrogancia y la insensatez, del mismo modo que nosotros vemos en el adulto, en las disfunciones de sus costumbres y su conciencia, la indeleble señal de la claudicación, la traición y el resentimiento; producto de ese enlace quebrado de la esperanza que conecta con ese hombre joven que no fue y ese espíritu que no hubo. La discusión en esos términos se vuelve tediosa, pobre y frustrante. La imagen de cierta madurez adaptada y asimilada a todo, ese peso de la vida mal llevado, sea lo que sea, me resulta ridícula y penosa, tocado por una extraña y triste locura, como si se vieran golpeados por una decadencia precoz y tuvieran que maldecir y boquear antes de arrastrarse precariamente persiguiendo un falso recuerdo, y un futuro adverso. En todo adulto manqué, el hombre marcado de Adorno, existe un poso denso de mentira e inferioridad; y, repito, como dice Adorno, "No hay vida justa, en la vida falsa"

Escribe delicadamente Benjamin en la misma charca:   

<< "Experincia (1913)"

Libramos nuestra lucha por la responsabilidad contra un enmascarado.
La máscara del adulto se llama “experiencia”. Es inexpresiva,
impenetrable, siempre igual; ese adulto ya lo ha experimentado
todo: la juventud, los ideales, las esperanzas, la mujer. Todo era
ilusión. A menudo nos sentimos intimidados o amargados. Quizás
ese adulto tenga razón. ¿Qué podemos contestarle? Nosotros aún
no hemos experimentado nada.

Pero trataremos de quitar la máscara. ¿Qué ha experimentado
ese adulto? ¿Qué quiere demostramos? Ante todo, una cosa: él también
ha sido joven, también él quería lo que queremos nosotros; él
tampoco quería a sus padres, pero la vida le ha enseñado que los padres
tenían razón. Y muestra su sonrisa de superioridad, pues a nosotros
nos sucederá lo mismo. De antemano desvaloriza nuestros
años, los convierte en una época de simpáticas necedades, en una
infantil embriaguez que precede a la larga sobriedad de la vida formal.
Así son los benévolos, los liberales. Pero conocemos otros pedagogos
cuya amargura no pretende ni siquiera permitirnos los breves
años de la “juventud”. Severos y crueles, quieren sometemos
—ya— a la servidumbre de la vida. Unos y otros desvalorizan nuestros
años, los destruyen. Y, cada vez más, nos invade una sensación:
la juventud no es más que una breve noche (¡llénala de embriaguez!);
después vendrá la gran “experiencia”, años de compromisos
pobres de ideas y carentes de inspiración. Así es la vida. Lo que
nos dicen los adultos es lo que ellos experimentaron.

¡Sí! Esto es lo único que experimentaron, jamás supieron de otra
cosa: el absurdo de la vida, la brutalidad. ¿Nos alentaron alguna vez
a emprender cosas grandes, cosas nuevas, a acometer lo futuro?
¡Oh, no, porque eso no se experimenta! Todo lo que tiene sentido,
lo que es verdadero, lo que es bello, lo que es bueno, está fundado
en sí mismo. ¿Para qué nos sirve allí la experiencia? Y he aquí el secreto;
como jamás eleva la vista hacia la grandeza, hacia la inspiración,
el burgués ha convertido la experiencia en Evangelio, en
mensaje de la vulgaridad de la vida. El jamás ha comprendido que
hay algo más que la experiencia, que existen valores a los cuales
servimos y que no están sujetos a experimentación.
¿Por qué la vida carece de consuelo y sentido para el burgués?
Porque lo único que conoce es la experiencia. Porque él mismo
carece de consuelo y sentido. Y porque él no mantiene ninguna
relación tan intima como la que lo liga a lo ordinario, a lo que es
“eternamente ayer”.

Pero nosotros conocemos otra cosa, que ninguna experiencia
nos da ni nos quita. Sabemos que existe la verdad, aunque todo lo
pensado hasta ahora haya sido un error. Sabemos también que se
debe ser fiel, aunque nadie lo haya sido hasta ahora. Ninguna experiencia
puede robamos esa voluntad. Sin embargo ¿tendrían en
algo razón los padres con sus cansados gestos y su desesperanza petulante?
¿Será triste lo que hemos de experimentar? ¿Sólo en lo que
no es posible experimentar podemos fundar la intrepidez y el sentido?
En tal caso, el espíritu sería libre, pero la vida sin cesar lo
arrastraría hacia abajo, porque esa vida, esa suma de experiencias,
resultaría desconsoladora.

Nosotros, sin embargo, no comprendemos tales interrogantes.
¿Acaso llevamos todavía la vida de aquellos que ignoran el espíritu,
de aquellos cuyo Yo inerte es arrojado por la borda como las olas
contra un arrecife? No. Pues cada una de nuestras experiencias tiene
ahora un contenido. Nosotros mismos le daremos un contenido
con nuestro espíritu. El irreflexivo se conforma con el error. “Nunca
encontrarás la verdad —le dice al investigador—, lo sé por experiencia.”
Pero el investigador hallará en el error una nueva ayuda
para encontrar la verdad (Spinoza). La experiencia sólo carece de
sentido y de impulso para el espíritu embotado. Quizá resulte dolorosa
para quien aspira a alcanzar las alturas; pero difícilmente lo
precipitará en la desesperación.

Una cosa es cierta: jamás caerá en una morosa resignación ni se
dejará adormecer por el ritmo del burgués. Porque —como habréis notado— éste sólo celebra todo nuevo fracaso. ¿Acaso eso nos está
demostrando que él tenía razón? Su creencia se ha confirmado:
es verdad que el espíritu no existe. Sin embargo, nadie exige como
él un sometimiento tan absoluto, una “veneración” tan rigurosa al
“espíritu”. Porque si criticara, tendría que participar en la creación.
Y él no puede hacerlo. Hasta la experiencia del espíritu, que él hace
contra su voluntad, carece para él de espíritu.

Dígale usted
que cuando sea hombre
respete los sueños de su juventud.*

Nada más odioso para el burgués que sus “sueños de juventud”.
(Y la sensiblería suele ser una forma de mimetismo de ese odio.)

Porque lo que aparecía en esos sueños era la voz del espíritu, que
también a él lo llamó una vez, como a todo ser humano. La juventud
es el eterno recuerdo de ello y por eso la combate, le habla de
esa experiencia gris y todopoderosa y enseña al joven a reírse de sí
mismo. “Vivenciar” sin espíritu es cómodo, pero funesto.
Repito: nosotros conocemos otra experiencia. Esa experiencia
puede ser hostil al espíritu y destruir muchos sueños; no obstante es
lo más hermoso, lo más intocable, lo más inmediato, porque jamás
puede faltar el espíritu si nosotros seguimos siendo jóvenes. Uno
siempre se vivencia sólo a sí mismo, dice Zaratustra al final de su
peregrinaje. El burgués hace su “experiencia”; y es la eterna y única
experiencia de la falta de espíritu. El joven vivenciará el espíritu
y cuanto más le cueste lograr algo grande, más fácilmente encontrará
el espíritu en todo su camino y en todos los hombres. El joven
será indulgente cuando sea hombre. El burgués es intolerante.

* Federico Schiller. >>





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