lunes, 14 de noviembre de 2016
Trump's show
Un desgarro recorre la Europa socialdemócrata, mientras el entusiasmo alimenta a los populismos reaccionarios de viejo cuño. El grito ante la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas ha roto, como solo se rompen los cristales, todos los titulares de la prensa, sus editoriales, sus artículos, sus encuestas, sus predicciones, su wishful thinking: el periódico ha quedado para envolver el bocadillo de sardinas del niño o para chupar la humedad de los zapatos de piel después de un diluvio. Los análisis políticos han alcanzado su momento más dulce al fijar toda su atención en la grosería y zafiedad estética del nuevo presidente y al denunciar, con esa casta tabla de códigos, los evidentes excesos morales del magnate convertido en showman de la política. Pero demuestran su acidez, su decadencia política, y su deficiencia en la crítica cultural, ante la imposibilidad de juzgar con atino el origen del fenómeno Trump, y al pretender derribarlo con eufemismos y un lenguaje políticamente correcto. Todos han dicho que era un antisistema (¡QUIA!, es un multimillonario televisivo del ladrillo y el juego), el líder de una rebelión contra la élite, un proteccionista y mercantilista, cuando es la criatura más genuina y grotesca de las tripas del sistema capitalista deformado, desnudo de eufemismos, una degeneración, pero representación al fin, de la mitología americana del hombre libre, un Howard Roark o John Galt: la utopía poética de El Manantial o La rebelión de Atlas de Ayn Rand, adulterado todo por la banalidad y simplicidad del espectáculo televisivo. Una élite marginal, o apaciguada, pero que a juzgar por sus apoyos en el mundo: Marine Le Pen, Putin, Farage, ciertos sectores de la Bolsa y los "mercados" (indisociable de algunos pueblos), parece con suficiente fuerza como para imponerse como nuevo statu quo. Un paradigma sin regulaciones ni intervenciones de la voraz maquinaria estatal, donde la mano invisible equilibraría las desigualdades y la injusticia social. Nada que ver con los populismos de izquierdas, Podemos, Syriza, con los que se les ha querido comparar, que sufren su irredimible clandestinidad y marginalidad en todas sus formas. En su caso, el de la prensa, la hipocresía es el mejor homenaje que el vicio rinde a la virtud: los que claudicaron de su tarea de escribir el mundo, ponerlo a la medida de las palabras, para ordenarlo y ajustarlo en sus justos límites racionales, ahora chapotean entre las lamentaciones y se preguntan el sobado "¿cómo pudo ocurrir?". Ellos, su negligencia en su trabajo, su entrega a la propaganda y el comercio político, son la única y verdadera respuesta a esa pregunta. Han claudicado de la batalla de ideas y la formación cultural, han dejado que en Europa florecieran las semillas de la ignorancia y el mal: nacionalismos raciales (la propaganda que ofrecían y ofrecen los periódicos es un instrumento de dominio esencial) populismos reaccionarios, y circulación libre de las mentiras; sin las aduanas de la verdad que ellos significaban, ese enorme fact-check de la política y la cultura más desarrollada. El origen y el cómo que no supieron responder es sencillo y penetra entre sus cínicas páginas con el mismo veneno de su tinta: la propaganda y la televisión, la espectacularización de la política. De los periódicos americanos, destacaría el trabajo de corrector del New York Times, uno de los pocos que no ha sucumbido al ejercicio sistemático de la propaganda (aunque fuera adversa a Trump), y del que recuerdo múltiples artículos (su versión española mejora cada día) desmontando las mentiras del candidato de realitys, una deconstrucción que no hacía más que aportarle votos a su saco. Pues como todo fenómeno televisivo a mayor vulgaridad e incorrección política, mayor share, en su traducción política, mayor número de votantes; una prueba de la imperfección e inacabamiento de sus votantes, y la deficiencia de la democracia. La evidencia de que la democracia carcomida, sin reflexión ni pensamiento, no evita la tiranía de las mayorías ni el despotismo de la ignorancia.
El hecho de que Trump sea un producto televisivo nos permite rastrear la genealogía de su discurso político; esa asimilación entre las formas televisivas y políticas: el carácter deportivo, la propaganda, el lenguaje reducido y grosero, la fuerza de la imagen y el shock que produce, el ritmo frenético de los sucesos, y lo más esencial, el carácter ficcional de las cosas: relativización del mal, un juego frívolo del odio, y la percepción de los hombres como no reales, que no pueden sufrir ni morir. Conviene detenerse en el uso propagandístico de la vulgaridad y la grosería en campaña, algo que le ha reportado grandes réditos electorales, y la ventaja de ofrecer una alternativa dura y agresiva, al lenguaje políticamente correcto de su rival Hilary Clinton, una millonaria de un liberalismo suave (en público, ya que por sus correos sabemos, en privado, que es un tiburón financiero más). El lenguaje políticamente correcto, de la ex-candidata Demócrata, está construido con eufemismos, oxímorons, pseudofeminismo, tópicos, estereotipos, buenismo, derivados de la clara y demostrada mentira, su decrepitud, política. Un discurso que la prensa socialdemócrata produce y utiliza como instrumento de monotonía y letargo. Dicen que los empobrecidos, el pueblo dañado y desencantado, ante el miedo e incertidumbre, vota la alternativa que rompe la baraja y que se rebela contra el establishment, cuando lo que deberían decir, si tocaran la verdad, es que el nacionalismo, el racismo, la ignorancia y la miseria moral, son los motivos que llevan al populacho a elegir a un matón como presidente. Ninguna de estas características es incompatible con la precariedad y la pobreza del pueblo, algo complementario y no excluyente, que explica realmente la fuerza del Trump's show. Sin estos añadidos, criminalizaríamos la pobreza de un modo estúpido y cruel. Ambos lenguajes como bien decía Zizek en su artículo (La insufrible levedad de la vulgaridad) rompen con un denso sustrato ético que establece normas no escritas de la conducta y la acción que regulan la interacción cotidiana de los individuos y sus relaciones políticas de reconocimiento; lo que se puede hacer y lo que no. Esto también fue llamado por Chesterton como el principio de afabilidad, hospitalidad y delicadeza moral, que él sintetizaba en la ética cristiana, pero que debería encontrarse en toda civilización democrática. Un principio quebrado en la campaña, que degradaba el espacio discursivo y la comunidad política, con consecuencias muy profundas que podemos comprobar en numerosas erupciones del odio al otro durante los encuentros electorales Republicanos. Un ejemplo son las múltiples ocasiones durante la campaña en que Trump ha pedido, instrumentalizando la democracia, que se votara en contra de otros sectores civiles, fragmentos débiles de la sociedad: negros, mejicanos, musulmanes, contra las mujeres, también tipo Hilary (aquellas que votan con la vagina), los periodistas, el cambio climático, Apple, y contra los americanos reales y no ideales. El populismo más agresivo que fomenta el odio de los penúltimos hacia los últimos. Un modo soft de instalar el matonismo político, algo que hace imposible aquella eticidad o moralidad que reconoce al otro como un interlocutor, y lo convierte en un residuo y excrecencia del sistema. Así, existe un íntimo vínculo, proporcional, una relación alimenticia, entre el uso del lenguaje políticamente incorrecto, la grosería, la vulgaridad, el odio al otro, y el lenguaje políticamente correcto: la ignorancia, wishful thinking, la mentira. Imbuido el votante, y los hombres, en la estulticia y necedad de su estereotipado ambiente. Ambos, rompen ese sustrato ético, esa moralidad, que permite un política a la sombra de la razón. Una vez más el mito de la Gran Democracia Americana y el Ideal Americano (hombre libre), se muestran como bastas mentiras contagiosas y repugnantes.
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